Rumano, documento nacional de identidades

Historias

Foto: Andreea Prelipcean

Vista interior. El estudio de un chalet patricio, elegante pero sobrio. Las paredes están cubiertas de estanterías desde el suelo hasta el techo. Hay tantos libros, que casi huele a sabiduría. Enciclopedias, diccionarios, compendios, atlas, tratados, sagas que van en batallones de volúmenes gemelos y libritos de poesía escondidos como unos gorriones asustados entre águilas. Todos tan antiguos, que sus cubiertas antaño coloreadas parecen un arcoíris pintado en sepia.

Desde el escritorio de nogal que reina la habitación, el busto de Cicerón mira al dueño con la misma clase de austero cariño con el que éste mira a sus cinco hijos, alineados delante del escritorio. El dueño es un hombre de media edad y hoy viste una sencilla toga blanca que también le sirve de bata, ahora que las togas ya no están de moda fuera de casa. El vestido deja al descubierto un hombro fuerte. Está bueno el señor… Sentado en su butaca de madera y terciopelo granate, tiene en sus manos largas otro busto. Este, de mármol gris perla y más pequeño, parece hacerle guiños. Es de Petronio.

Contemplando a sus hijos, que están empezando a perder su poca paciencia, uno se dedica a limpiarse las gafas de sol, otro a enrollarse las mangas de la camisa, otros dos dándose patadas et caetera, el señor se da cuenta de lo mucho que había querido a todas las distintas madres de su prole. ¡Qué mujeres! Busca sus rastros en las peculiaridades de los hijos y no tarda en notarlos. El primogénito, Italiano, con su chulería seductora. El segundo, Francés, tan correcto y finolis. Luego Español, irresistiblemente medio tierno, medio bruto y Portugués, con esa triste dulzura en sus ojos. Pero es cuando dirige su mirada hacia el pequeño que el señor suelta un suspiro desde lo hondo de su pecho. “¡Ay, Rumano! ¿Cuántas veces te he dicho que no me gusta este vestido de payaso? Si pareces una maleta que ha viajado por medio mundo coleccionando pegatinas por el camino, ¡hijo mio!…”

(En honor a la verdad, cabe decir que Latino, que es el nombre del señor de toga/bata, tiene más hijos que Anthony Quinn. Aparte de los susodichos, destacan Catalán, Gallego, Occitano, Sardo, Napolitano, Lombardo, Véneto, Romanche y – que conste – Ligur y Friulano. Desgraciadamente, por razones logísticas no vamos a poder describirlos, ya que no caben todos en la biblioteca de Latino. Centrémonos, pues, en el rumano.)

A diferencia de sus hermanos mayores, que fueron atestados oficialmente en documentos del siglo IX, el (proto-)rumano sale a la luz muy brevemente en un relato del historiógrafo Teofilacto Simocatta sobre una expedición bizantina contra los ávaros. Al parecer, los soldados marchaban de noche, en fila, cuando a un burro sobrecargado se le cayó la carga. Un soldado que andaba detrás del animal se dirigió al que iba delante para que parase y recogiese la carga. Su frase fue interpretada como una contraseña de que los ávaros atacaban y en pocos minutos… ¡se desató el caos! Los soldados – que serían cientos – echaron a correr hacia atrás desesperadamente, repitiendo a gritos, como locos, aquella frase que, dado el contexto, siempre me produce ternura y me hace gracia a la vez: “Torna, torna, fratre!” (¡“Vuelve, vuelve, hermano!”)

De confiar en Teofilacto (y en un cronista posterior llamado Teófanes el Confesor, que añadió la palabra “fratre” a la frase), así fue como  irrumpió el (proto-)rumano en este mundo, en el año 587. A cuenta de un pobre burro y un rico malentendido. Irrumpió, y luego desapareció de los anales históricos. Hasta 1521, cuando un tal Neacşu perteneciente a la pequeña nobleza de la ciudad de Câmpulung escribió una carta en rumano al alcalde de Braşov, Johannes Benkner, para avisarle del inmimente ataque de las tropas otomanas. Aquella carta es hoy oficialmente considerada “el certificado de nacimiento” del idioma rumano.

Sin embargo, antes de aquel año de (re)nacimiento oficial, algunas de las pegatinas mencionadas por el señor Latino arriba ya estaban allí. Al cuerpo latino del idioma, los rumano hablantes hemos añadido, a través de los siglos, capa tras capa de vocabulario foráneo. Primero, palabras eslavas. Luego, turcas. Y griegas. Y húngaras y alemanas y hebreas y francesas, más inglesas. De tal manera que, si un súper etimólogo que conozca estos idiomas escuchase una frase casual en rumano, tendría la muy flipante sensación de estar jugando a una especie de billar intergaláctico. Por ejemplo: “Ia gândeşte-te, nu mai bine laşi baltă jobul ăsta nasol şi te-apuci de propria afacere?” En este consejo coloquial que  anima a una persona a dejar su trabajo fastidioso y a empezar un negocio propio, hay una palabra húngara, diez latinas, una eslava, una inglesa, una gitana y dos francesas. Si fueran personas, serían un equipo de trabajo en una multinacional.

Y es que una palabra prestada de otro idioma es un trocito de otra identidad cultural. Utilizarla como persona nacida fuera de aquella identidad equivale a un transplante de personalidad. Cuando montamos jaleo (sea molesto o alegre) somos un poco turcos otomanos, tal y como demuestran las palabras turcas buluceală, harababură, bairam. Lo relacionado con un cierto tipo de tiquismiquis pijo viene del griego fanarioto, véase sclifosit y dichisit, mientras los religiosos se nutren de vocabulario eslavo como blagoslovi, nădejde, sminteală. Por fin, la elección de una palabra en vez de otra con el mismo sentido pero orígenes distintos – y, de ahí, distintas implicaciones culturales – siempre da una pequeña pista sobre el carácter, los valores o las intenciones de los hablantes. Nótese, por ejemplo, el uso de los sinónimos patrie o ţară, respectivamente popor o naţiune en el discurso de los políticos rumanos de izquierdas o de derechas.

Para mí, el rumano es lo que más amo de mi país. Fantástica fuente de sorpresas y de inesperados encuentros con otros pueblos. (El otro día, paseando por una calle central mi ciudad gallega, me vino a la cabeza una palabra que mi abuelo Ilie y pocos otros amigos suyos utilizaban para hacer huir a los gatos: “hodîr!” Y como en rumano la “h” se pronuncia como la “j” castellana…) El rumano es un idioma aún joven, vivo, dinámico, en busca de novedades y muy acogedor. Con fervor de coleccionista, con curiosidad para escuchar a los extranjeros, sean amigos o enemigos, abierto a sus matices, sus significados y sus maneras de decir las cosas, el rumano se ha (re)formado, una y otra vez, como lo que a día de hoy me parece uno de los más multiculturales idiomas. Descubrir su espíritu multicultural puede ser una manera más de ser ciudadano natural de la aldea global del siglo XXI.

 

5 thoughts on “Rumano, documento nacional de identidades

  1. Es un relato fresco que me ha hecho aprender un poco más de Rumanía y del idioma. He disfrutado con su lectura. Gracias Ilinca

  2. Muy interesante el relato, no sabia la historia del burro. A mi como catalan, la verdad es que me sorprendio muchisimo entender cosas de las conversaciones en rumano, aunque hay cosas que llevan a confusion. Los rumano no ganan, sino que castigan, no trabajan sino que se lucran y no son marido y mujer, sino socio y socia. Un saludo desde Bucu

    1. Me ha encantado tu articulo. Mi-a placut foarte mult.
      Y, Jordi,ttu comentario,” los rumanos no trabajan, se lucran y no son marido y mujer, sino socio y socia”, me hecho mucha gracia, que pechá de reir.

  3. Felicidades a los dos! A Ilinca por emocionarme e instruirme al mismo tiempo y a Jordi por la carcajada que me produjó su comentario.
    Saludos desde Berlín

Leave a Reply to Ilinca Cancel reply

Your email address will not be published. Required fields are marked *