Y de repente…Rumania

Sobremesa

Foto: MFS

Por circunstancias de la vida mi entorno dio un giro total y cambié mi cómoda vida en Madrid para recorrer Centro América con una mochila y una libreta. Uno de mis propósitos era hacer voluntariado por mi cuenta y en Nicaragua pude cumplir mi sueño. Cuando dejas de pensar en ti, para pensar en los demás, la vida adquiere un nuevo valor y significado. Cuando regresé a Madrid, comencé a buscar trabajo pero un amigo me habló del programa de voluntariado europeo y decidí probar suerte. Busqué una asociación de envío, contacté con ellos y me hicieron una entrevista. Al día siguiente me ofrecieron irme a Rumania en menos de un mes. “¿Por qué no?” Pensé, en ocasiones las cosas no se deben considerar más de dos segundos, porque si se piensan más de la cuenta, se quedan sin hacer. Tardé un segundo en contestar y fue una de las mejores cosas que pude hacer.

Durante mis seis primeras horas de estancia en Rumania lo primero que vi fue el aeropuerto de Bucarest. Me resultó acogedor comparado con Barajas. En Bucarest, estaba nevando y la circulación era un caos. La ciudad me pareció un tanto gris aunque la visité mucho más tarde, en primavera y era una ciudad totalmente diferente. Tras cinco horas de espera me vinieron a buscar y me llevaron a Muşeteşti para hacer un curso de formación. Mis primeros cinco días los pasé dentro de una casa, en medio de la nada, sin teléfono concentrada en la formación. Durante las pausas, salía fuera de la casa donde todo estaba completamente blanco, incluso sus pintorescas casas. Ahí descubrí lo bonita que era Rumania y conforme fui conociéndola me enamoré más de ella, de sus tradiciones y de su gente.

Roşia de Amaradia, así se llamaba mi aldea. Dos días antes de llegar había estado en Bustuchin, la aldea más cercana que se encontraba como a diez kilómetros por una carretera impracticable debido a un corrimiento de tierras que había sacudido la zona. Hasta entonces había estado siempre en compañía de voluntarios; monté en el coche para ir a Roşia y estaba sola. El camino se me hizo interminable, parecía que iba al fin del mundo. Al llegar, mucha gente me esperaba, como si yo fuera una persona importante, mi primera impresión fue muy buena. La aldea se encontraba en medio del campo y tan sólo había una calle principal. Las gallinas y perros caminaban también por las calles pero lo más importante eran las personas, gente sencilla y amable.

Mi voluntariado consistía en realizar actividades extraescolares en la escuela del pueblo. Fue muy divertido, los niños me enseñaron más de lo que yo intenté enseñar. Hicimos obras de teatro, festivales, clases de idiomas, de informática, baile, campañas ecológicas… No sólo ayudábamos a los chavales, sino a la población de nuestra aldea. Como nuestra organización no se preocupaba mucho de nosotros tuvimos “la suerte” de hacer proyectos que pudieran ayudar más a los habitantes de la aldea y encontramos mucho apoyo tanto por parte de la escuela como entre los propios aldeanos.

Pasé muchos momentos divertidos, recuerdo que hacer auto stop era toda una aventura. Un día, quisimos llegar a Sibiu y se nos hizo completamente de noche en la carretera. Nadie paraba porque era difícil vernos. Cuando ya pensábamos dormir en la calle dos hombres nos ayudaron amablemente, situación que en España se me antojaría muy rara o inexistente y al final, acabamos montados en un enorme trailer de un turco que venía de Holanda. Nos ofreció tabaco, comida…

También recuerdo las fiestas en mi aldea, la gente siempre encontraba una buena excusa para ser feliz y celebrar y acababa todo el mundo bailando danzas populares hasta bien entrada la noche. Caminaba de noche por mi pueblo, con mi compañero de voluntariado Vincent, sin ver más allá de nuestros pies porque no encendían las farolas, cargados con huevos, fresas y demás cosas que nos había dado la gente del pueblo y salíamos corriendo porque unos perros nos seguían y una vez pasado el peligro, no podíamos parar de reír por la aventura que habíamos vivido.

Antes de conocer Rumania, apenas sabía de su cultura, sus gentes, sus tradiciones. Tenía el mismo conocimiento o los mismos prejuicios que cualquier persona. Al hablar de Rumania a muchos, lo primero que se les pasa por la cabeza es el gitano/a rumano/a limpiando parabrisas en los semáforos. Cuando comencé a vivir allí y a conocer a su gente, me di cuenta de lo ignorante que era. Los rumanos y los españoles somos mucho más parecidos de lo que pensamos. Tan parecidos que, en ocasiones, he tenido que convencerlos de que yo no era de allí. Los rumanos son muy luchadores y a pesar de las dificultades de algunas de las regiones en las que viven, siempre tienen una sonrisa en la cara. A los rumanos que conocí les encanta España y muchos hablan español muy bien, ya sea porque han trabajado en España o curiosamente, por las telenovelas.

No me costó mucho adaptarme, desde el primer momento me recibieron con los brazos abiertos. Tampoco tuve dificultades para comunicarme, ya que siempre se esforzaban por entenderme y ayudarme. Nunca tuve la sensación de sentirme fuera de lugar o incómoda. Era como seguir estando en casa. Quizá el único obstáculo que encontré fue la falta de apoyo y ayuda por parte de la organización de acogida en Rumania. Muchas veces apenas tenía las cosas básicas que necesitaba para el proyecto como la falta de clases de rumano. Si no hubiera sido por las ganas que tenía de hacer algo y ayudar, habría estado 9 meses sin hacer nada. Tenía dos opciones claras: abandonar o intentar luchar por cambiar las cosas. Me decanté por la segunda, rendirse nunca es la solución y aunque no conseguí que se cambiara mucho durante mi voluntariado sé que otros voluntarios que han llegado después han tenido las cosas más fáciles y han contado con más apoyo del que yo tuve. A pesar de todo, aprendí mucho de esta experiencia y si tuviera que repetirla lo haría con los ojos cerrados.

La calidez que desborda el país en todos sus sentidos es para mí una de las mayores ventajas que me ha ofrecido Rumania. Poder viajar de punta a punta, trabajar en la escuela, ir a comprar al supermercado… En resumidas cuentas vivir en Rumania fue más fácil de lo que imaginé. Aprender el idioma y hacer una vida de lo más normal fue muy sencillo. No extrañé demasiado ni a mi familia ni a mis amigos; cuando tuve que irme lo pasé mal porque dejé allí un trocito de mí. Aún hoy cuando escucho hablar en rumano, su música o cualquier momento que evoque mi estancia allí lo recuerdo con un gran sentimiento de felicidad.

Lo que más me gustó de Rumania fue el país en general. Tiene unos parajes maravillosos, es increíble viajar en este país y observar verdaderas bellezas que se te quedan grabadas en la retina para siempre. Su comida también me fascinó, tanto que engordé diez kilos durante mi estancia. Me encantó sobre todo como la gente es feliz con lo justo y necesario; como le dan importancia a esos pequeños detalles que son los que te hacen feliz y que en las grandes ciudades como en la que yo vivo, se olvidan. Para mí no era raro caminar por la calle, dar los buenos días y que te contestaran con una sonrisa, sin extrañarse. Rumania es un sitio que merece la pena descubrir y recorrer, a mí nunca dejó de sorprenderme.

Hubo cosas que me gustaron menos como el machismo que existía en la aldea donde yo vivía. El ser mujer, al principio, fue complicado. La mayoría de las mujeres estaban casadas y las que tenían mi edad, tenían ya hijos. Trabajaban fuera y dentro de casa. El hombre tenía toda la libertad mientras que la mujer se debía quedar en casa cuidando de los hijos. Los malos tratos, estaban al orden del día, era de lo más normal. Fui la primera mujer extranjera que llegó allí. Los primeros días, caminando por la calle me sentía como una atracción de circo. Todos se paraban a mirarme y a tocarme, incluso los niños.

Viví alguna situación violenta y llegar a pensar que, si hubiera sido hombre todo habría sido más fácil. Tuve muchos momentos de frustración porque intentar cambiar las creencias de la gente de modo radical, es imposible. Todo necesita su tiempo. Al final de mi estancia, aunque mínimos, observé algunos cambios de mentalidad en algunas personas, sobre todo en las mujeres de mi familia que se respetaban a ellas mismas un poquito más. Fue lo más grande que me pudo ocurrir.

El aprendizaje intercultural en Rumania fue continuo. En mi proyecto participaban más de 30 voluntarios de todas las partes del mundo, no sólo de Europa, sino también de África y América Latina. Países como Georgia y Armenia que tanto me sonaban de pequeña cuando veía el festival de Eurovisión. Aprender de tantas culturas y de tantas personas diferentes fue increíble, fue un desarrollo personal brutal.

Pese a que todos somos aparentemente iguales dependiendo de las condiciones y creencias que nos toque vivir, podemos llegar a ser muy diferentes pero, a la vez, complementarios. Toda esta experiencia me ha enseñado a ser aún más tolerante y he aprendido cosas que en mi vida hubiera imaginado. Creo que ha supuesto un cambio en mi modo de pensar sobre las cosas, de tratar a las personas y es la experiencia que más me ha desarrollado y marcado en muchos aspectos.

3 thoughts on “Y de repente…Rumania

  1. Me gusta ver tu evolución en la historia desde que aterrizaste. Cuando se conoce a “los otros” te quedas atrapado en los afectos.
    Deseo que se cumpla tu sueño.

  2. OLE,OLE Y OLEEE.Hola soy rumana y llevo 13 años viviendo en España,Valencia(Ontinyent).Solo queria darte las gracias por aver intentado y consequir ver mi pais y mi gente con otros ojos.

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