La Motoare

Sobremesa

Recuerdo perfectamente la primera vez que fui a “La Motoare”. Quedé allí con un amigo a la semana siguiente de llegar a Bucarest, un martes. Sus indicaciones me mandaron a la terraza del Teatro Nacional de Romania, el TNR. Mi primer pensamiento, lo tengo que admitir, fue que se trataba del típico bar de alta sociedad, de esos en los que tienes que entrar con los tacones y si sueltas alguna palabra malsonante, alguna mujer con el pelo lleno de laca te mira de reojo.

Así que me presenté por allí. Acababa de llegar de nuevas a la ciudad y estaba ansiosa por conocer nuevas personas y ambientes. “Desde Universitate, vete al Teatro Nacional, no hay pérdida”, me dijo, pero yo allí, no veía ningún cartel, ningún bar, sólo el Hotel Intercontinental, pero preguntando a unos y a otros, por fin llegué hasta la entrada, donde me encontré con mi amigo.

Lo primero que te llama la atención y que una mente de Europa Occidental nunca podrá olvidar, es la mujer sentada en el ascensor. Creo que es el choque más brutal con las antiguas reminiscencias del comunismo, una empleada solamente para apretar los botones del ascensor… algo totalmente impensable en mi país, pero aún común por esta zona. Más tarde descubrí que en todos los edificios públicos de Bucarest sigue existiendo este empleo, entrañable por una parte, absurdo por la otra.

Esta mujer, se pasa las horas dentro de este pequeño habitáculo haciendo cuadros de punto de cruz. Sin levantar la vista de su labor, totalmente acostumbrada al tránsito de personas e indiferente a los pasajeros, aprieta los botones mecánicamente, de arriba abajo, sin parar. No pregunta, no habla, sólo cose y aprieta los botones. En alguna ocasión, sus amigas van a visitarla y entonces se pasan la tarde hablando, de arriba abajo, sin parar. Una vez que estás arriba, en la terraza, es el primer punto de todas las conversaciones: su cuadro, el cual es estudiado detenidamente por cada uno de los que nos subimos al ascensor que intentamos acordarnos si es el mismo que la semana pasada o bien ha empezado uno nuevo, no seguro que es nuevo. Me maravilla su productividad, aproximadamente un cuadro de punto de cruz por semana y me pregunto qué hará con todos ellos, un misterio. Recuerdo un día que apareció con una peluca pelirroja, en el ascensor nos moríamos de risa, pero ella seguía a lo suyo, cosiendo y pulsando los botones, de arriba abajo, sin parar y sintiéndose guapa.

Al entrar, todos los prejuicios se quedan atrás. Un patio enorme, lleno de gente, de ambiente, con música, paredes llenas de arte, encanto por todas partes, buen rollo y amigos. Me senté en una mesa en la que nos apretujamos como podíamos, cuanta más gente mucho mejor, todos hablando en varios idiomas, español, inglés, francés y por supuesto rumano. “La Motoare” no es solamente un bar, es también un centro de arte, museo, teatro y sala de conciertos. Las paredes están llenas de pinturas y grafittis, se puede observar una vaca rescatada de la exposición intinerante que recorre el mundo, un carro antiguo, no es extraño ver exposiciones, monólogos, obras de teatro de compañías independientes… “La Motoare” respira arte y cultura.

Cada día al caer la tarde, cientos de jóvenes bucarestinos se reúnen alrededor de las mesas, charlando, tomando una cerveza, escuchando música y sobre todo intentando escapar del abrasador calor de la ciudad durante el verano… Ellos son el reflejo de la nueva sociedad rumana, inquieta y con vistas a un futuro esperanzador.

La terraza es enorme, con distintos ambientes y aunque al ver los bancos parece que simplemente se han puesto unas mesas para sentarse, la barra y su zona adyacente, toda hecha de madera, muestran otra realidad. Del mismo material son también los bancos del principio y su tejadillo, con sillones y pufs que atrapan… una vez que te sientas no te quieres mover. Completamente confirmado. Más adelante, una zona cubierta con sillas, la barra con taburetes y mesas alrededor y por último las mesas grandes, el lugar preferido por la gran mayoría.

Este bar no es solamente para el buen tiempo, sino que durante los fríos meses de invierno se habilita también en el piso superior, con buena música, pero sin el encanto de la terraza.

Cuando ya se hace tarde y el sueño apremia, queda la última seña de identidad, las escaleras de bajada. No existe en pared o techo un centímetro cuadrado libre, todo está repleto de pintadas, dibujos, nuevamente grafittis, declaraciones de amor… incluso los peldaños corren la misma suerte. Una buena despedida de este lugar mágico.

La renovación que está sufriendo Bucarest también ha llegado a este emblemático lugar, las obras de acondicionamiento de la fachada del Teatro Nacional han obligado a cerrar la terraza de “La Motoare”  durante un par de años. Una lástima, esperaremos ansiosos la reapertura de este emblemático punto de encuentro, uno de los favoritos de Bucarest.

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