En bicicleta por el corazón de Transilvania

Sobremesa

Foto: Sighisoaraonline

Yo tenía mis dudas. Había visto cómo conducen por aquí (una mezcla convulsa entre la forma de circular italiana y griega) y la idea de subir en bicicleta por una carretera secundaria, carente de arcenes, hasta lo alto de una colina en mitad de los Cárpatos me infundía respeto y algo de temor.

“¿Seguro que no pasan muchos coches por esa carretera?”, le preguntó mi instinto de supervivencia a la encargada del alquiler de bicicletas en Sighișoara. “Qué va”, me contestó ella con una sonrisa, “los días en los que no hay culto apenas se utiliza esa carretera. Solo sube algún que otro monje camino del monasterio, conduciendo a toda leche sus nuevos Volkswagen. Los reconocerás en seguida”.

Su última frase, a pesar de todo, terminó de convencerme. Quizá porque los monjes ortodoxos me producen curiosidad. Su vestimenta negra, acompañada siempre de frondosas barbas y larga cabellera, suele contrastar bastante con el contexto en el que te los encuentras. Hace poco compartí un viaje de metro en Bucarest con uno de ellos: iba sentado tranquilamente junto a su hijo pequeño, que portaba sobre sus rodillas una mochila de Justin Bieber. Aquí los sacerdotes se casan y también tienen que padecer, como buenos padres de su tiempo, a los cantantes pop.

Así que allá que nos fuimos con la bici. Partimos desde la plaza central de Sighișoara, el centro neurálgico de una de las ciudades más encantadoras que me he encontrado hasta ahora. La villa, tal y como se conoce ahora, fue fundada por artesanos y mercaderes sajones en el siglo XII, enviados hasta Transilvania por un rey austro-húngaro que controlaba por aquella época la zona y no quería tener esta parte del mundo muy desatendida. Hicieron un buen trabajo, porque levantaron una ciudad medieval bellísima, con paseos adoquinados, casas con tejados a dos aguas, ventanas que parecen guiñarte un ojo, callejuelas serpenteantes por las que caminó Vlad Țepeș (nada menos que el personaje histórico que dio origen al legendario Drácula) y plazas que guardan intactos en el tiempo los elementos más hermosos de la arquitectura austro-húngara.

Todo esto podría haber desaparecido de un plumazo después de 800 años con la llegada del comunismo a Rumanía. El que fuera presidente del Partido Comunista y por ende dirigente de Rumanía durante el pasado siglo, Nicolae Ceaușescu, intentó dejar su impronta física en todo el país durante los años 70 y 80. Consiguió levantar megaconstrucciones que recuerdan inmensamente a las erigidas por esa misma época en otros países del Pacto de Varsovia. Algunos edificios, como el Palacio de la Prensa en Bucarest, pueden encontrarse calcados en otras ciudades del este. Ceaușescu consiguió “remodelar” Bucarest, destruyendo a su paso más de 7.000 casas y templos religiosos de toda índole. En su lugar construyó edificios monolíticos que a día de hoy permanecen vacíos, sin más función que la de recordar lo peligroso que puede ser un dictador.

La ciudad medieval de Sighișoara consiguió salvarse de esta purga estilística. Sucedió así gracias a un mandatario de la zona, que consiguió convencer a Ceaușescu de que construyera los bloques comunistas fuera de la ciudad monumental, según nos contó Károly, guía de la ciudad. Sighișoara no escapó, sin embargo, de los estragos del régimen comunista, que dejó el país en una situación dramática. En cuanto se abrieron las fronteras, en 1989, muchos de los descendientes sajones decidieron regresar, centenares de años después, a su país de origen. Una minoría de esa minoría prefirió quedarse y algunos han seguido prosperando en Rumanía. En concreto uno de ellos lo ha hecho especialmente bien, Klaus Iohannis, actual presidente del país.

De vuelta en la bicicleta, y ya saliendo de la ciudad, empezamos a ascender por la carretera secundaria. La persona que nos alquiló la bici tenía razón, por suerte no pasaron muchos coches por allí. Esta circunstancia, unida a que tuvimos que seguir el camino a pie porque era imposible pedalear de un tirón tanta cuesta carpatiana, nos permitió admirar el paisaje transilvano con más calma. Una tierra llena de vida y repleta de una vegetación que parece llevar allí más que el propio mundo.

Este artículo fue publicado previamente en Diario Expatriado.

Leave a Reply

Your email address will not be published. Required fields are marked *